Plásticos
negros. Esa es la respuesta de algunos ciudadanos de Hondarribia e Irún (Guipuzcoa)
hacia el alarde mixto, a pesar de las reiteradas peticiones de tolerancia y respeto
por parte del Gobierno Vasco. Plásticos negros. Muros asépticos, profiláctica
visual contra una imparable marea de lógica y progreso. Dicen que prefieren el
alarde tradicional, en el que sólo desfilan y tocan ellos, mientras que ellas
se limitan a hacer de cantineras. No aceptan el necesario reajuste y silbidos y
muros de plástico parecen la mejor forma de demostrarlo.
Sorprende
que muchos de los apasionados defensores de este paso hacia atrás sean mujeres.
Sorprende algo menos que muchas sean mujeres de avanzada mediana y tercera
edad. Una de ellas, tras defender las virtudes del alarde tradicional, asegura
que “no le parece bien” que las mujeres desfilen “porque ella nunca ha podido
hacerlo”, y “no es justo que comiencen a hacerlo ahora”.
Sin
embargo, el último caso no es una excepción. Diariamente nos encontramos con
ejemplos de mujeres que, contra todo pronóstico, echan piedras sobre el tejado
de su propio sexo. ¿Y por qué una mujer que ha sufrido en su piel los azotes
del machismo, puede, no solo ningunear, sino hacerle una zancadilla a la
paridad, a sus derechos (y a los de sus hijas y nietas), a la evolución, a la justicia
y al sentido común? Entre las muchas y complejas causas que explican esta
actitud, probablemente, una de ellas sea el rencor. Más exactamente, el rencor
intergeneracional o resentimiento cegador, arraigado y persistente hacia
personas más jóvenes que han contado y cuentan con más oportunidades y ventajas
de las que ese individuo ha podido soñar.
Días
después, otro hombre, desde un debate televisivo estatal, tachaba de
“holgazanes, egoístas e irresponsables” a los jóvenes mayores de 30 años que no
tenían hijos, pese a tener medios para ello. Su discurso se vio traicionado por
su rabia. A él le había tocado sacrificarse y renunciar a parte de su juventud.
Ser un padre muy joven era lo que dictaban los tiempos, lo que había que hacer sí o sí. Por lo tanto, la
idea de contemplar la paternidad como una elección en lugar de como una
obligación, no sólo escapaba a su lógica, sino que invalidaba su propio
sacrificio.
En
algún momento, yo misma me he sorprendido con algún secuestro de rencor
intergeneracional. Al fin y al cabo, los más jóvenes en Euskadi se han
beneficiado de múltiples y apetitosas ventajas. Han vivido el modelo bilingüe
(y el baby-english), son más altos y
guapos, no tuvieron que padecer la tortura ñoña de Verano Azul, y nadie les
obligó a llevar falditas plisadas a pesar de asistir a un colegio público (claro
que ellos no tuvieron Barrio Sésamo, ni jugaron
temerariamente, y sin supervisión, por la calle, ni completaron su infancia
hasta los 13 años).
Y
es que resulta fácil darle la vuelta a esta tortilla cuando se es relativamente
joven. Sin embargo, ¿será igual de fácil escapar del rencor cuando uno ya se ha
asentado en la mediana o tercera edad y ha visto desinflarse y desvanecerse muchos de
sus sueños y expectativas? Tal vez nuestras estrategias anti-rencor no
dependan tanto de nuestra solidaridad, generosidad y apertura mental, sino, más
bien, de lo bien o mal que nos hayamos dejado tratar por la vida.
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