lundi 16 septembre 2013

Rencor intergeneracional




Plásticos negros. Esa es la respuesta de algunos ciudadanos de Hondarribia e Irún (Guipuzcoa) hacia el alarde mixto, a pesar de las reiteradas peticiones de tolerancia y respeto por parte del Gobierno Vasco. Plásticos negros. Muros asépticos, profiláctica visual contra una imparable marea de lógica y progreso. Dicen que prefieren el alarde tradicional, en el que sólo desfilan y tocan ellos, mientras que ellas se limitan a hacer de cantineras. No aceptan el necesario reajuste y silbidos y muros de plástico parecen la mejor forma de demostrarlo.
Sorprende que muchos de los apasionados defensores de este paso hacia atrás sean mujeres. Sorprende algo menos que muchas sean mujeres de avanzada mediana y tercera edad. Una de ellas, tras defender las virtudes del alarde tradicional, asegura que “no le parece bien” que las mujeres desfilen “porque ella nunca ha podido hacerlo”, y “no es justo que comiencen a hacerlo ahora”.




Sin embargo, el último caso no es una excepción. Diariamente nos encontramos con ejemplos de mujeres que, contra todo pronóstico, echan piedras sobre el tejado de su propio sexo. ¿Y por qué una mujer que ha sufrido en su piel los azotes del machismo, puede, no solo ningunear, sino hacerle una zancadilla a la paridad, a sus derechos (y a los de sus hijas y nietas), a la evolución, a la justicia y al sentido común? Entre las muchas y complejas causas que explican esta actitud, probablemente, una de ellas sea el rencor. Más exactamente, el rencor intergeneracional o resentimiento cegador, arraigado y persistente hacia personas más jóvenes que han contado y cuentan con más oportunidades y ventajas de las que ese individuo ha podido soñar.
Días después, otro hombre, desde un debate televisivo estatal, tachaba de “holgazanes, egoístas e irresponsables” a los jóvenes mayores de 30 años que no tenían hijos, pese a tener medios para ello. Su discurso se vio traicionado por su rabia. A él le había tocado sacrificarse y renunciar a parte de su juventud. Ser un padre muy joven era lo que dictaban los tiempos, lo que había que hacer sí o sí. Por lo tanto, la idea de contemplar la paternidad como una elección en lugar de como una obligación, no sólo escapaba a su lógica, sino que invalidaba su propio sacrificio.
 



En algún momento, yo misma me he sorprendido con algún secuestro de rencor intergeneracional. Al fin y al cabo, los más jóvenes en Euskadi se han beneficiado de múltiples y apetitosas ventajas. Han vivido el modelo bilingüe (y el baby-english),  son más altos y guapos, no tuvieron que padecer la tortura ñoña de Verano Azul, y nadie les obligó a llevar falditas plisadas a pesar de asistir a un colegio público (claro que ellos no tuvieron Barrio Sésamo, ni jugaron temerariamente, y sin supervisión, por la calle, ni completaron su infancia hasta los 13 años).
Y es que resulta fácil darle la vuelta a esta tortilla cuando se es relativamente joven. Sin embargo, ¿será igual de fácil escapar del rencor cuando uno ya se ha asentado en la mediana o tercera edad y ha visto desinflarse y desvanecerse muchos de sus sueños y expectativas? Tal vez nuestras estrategias anti-rencor no dependan tanto de nuestra solidaridad, generosidad y apertura mental, sino, más bien, de lo bien o mal que nos hayamos dejado tratar por la vida.

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