lundi 16 avril 2012

Cotilleo pasivo: enterarse de todo y no querer saber nada


Se han escrito ríos de tinta sobre el drama del fumador pasivo y sus nefastas consecuencias, pero nadie ha prestado atención a una singular alteración psicológica que, como sociedad, tiene las mismas raíces y nos aqueja cada vez con más virulencia: el molesto y frustrante cotilleo pasivo.

La víctima (suelen ser personas discretas, respetuosas, nada chismosas y con poca o nula capacidad de abstracción), se ve envuelt@ en situaciones cotidianas en las que no quiere y no le interesa saber cierta información intima y/o completamente inútil sobre otros, pero que, por algún motivo ajeno a su voluntad, acaba adquiriendo. Esos inoportunos datos le abruman, aburren, amargan o frustran, llegando a provocar una sensación de ansiedad baja o moderada, distrayéndole, obviamente, de sus pensamientos o quehaceres (algunas veces, durante horas o días).

Además de molestos síntomas de inquietud, irritación, impotencia y ansiedad, el cotilla pasivo acaba manifestando síntomas de inadecuación, falta de adaptación y bajo autoestima, ya que asume que, como individuo de una sociedad cotilla, no termina de encajar, sintiéndose injustamente desplazado. Por lo tanto, en ocasiones se esfuerza, sin éxito, en encontrar fascinantes temas que no le interesan en absoluto (ciertos programas televisivos, personajes del corazón, competiciones deportivas, películas, etc), con contraproducentes consecuencias para su ego.




Los agresores o agentes de cotilleo pasivo, son, tristemente, individuos de todos los niveles de intimidad que conforman el microcosmos de la víctima, sin embargo, la tipología más intrusiva y común (también apodada fosforista) suele encontrarse en transportes públicos, bares, restaurantes y tiendas. Se trata de personas con un tono de voz mucho más alto y fuerte que la media y que, al mismo tiempo, también tienen una desproporcionada y desagradable tendencia a hablar de temas íntimos sin pudor en lugares públicos.

Cuando se encuentran solos, su herramienta de agresión o intrusión suele ser el teléfono móvil. Con la excusa de una llamada, secuestran acústicamente el lugar donde se encuentran, haciendo participes involuntarios de su conversación al resto de los ocupantes. Qué impulsa a estas personas a narrar con pelos y señales sus vacaciones, los pormenores de una cita o sus sesiones de gimnasio, no es relevante en el caso que nos ocupa. Desentrañar las raíces del egocentrismo no ayudara a que los cotillas pasivos dejen de sufrir sus efectos. Lo único aconsejable es prevenir (o suavizar) los encuentros, y para ello, se aconsejan varios métodos:




A) El turista accidental: Llevar siempre un reproductor de música al que se pueda acceder en los tiempos muertos del día (colas de todo tipo, transportes públicos, supermercados, probadores de tiendas de ropa, etc). Ayudará a abstraerse del mundo y evitará, al mismo tiempo, que la gente nos dirija la palabra.

B) El Lorelai Gilmore: aprender las técnicas de distracción/confusión básicas y aplicarlas en los encuentros familiares, charlas laborales o reuniones con amigos (se ha demostrado que atajar el problema con un directo “no me interesa lo que pase en Gran Hermano” no sólo no funciona, sino que incita al cotilleador).

C) El Gary Oldman (sólo apto para pacientes con tendencia al histrionismo y/o sin sentido del ridículo) consiste en poner drásticamente fin a la situación de cotilleo, robándole descaradamente el protagonismo al fosforista. Para ello, se recomienda fingir una conversación o situación, aún más llamativa, exhibicionista y chabacana que la del cotilleador hasta que este se sienta eclipsad@.

(Se aconseja no aplicar estas técnicas sin haberlas ensayado y practicado previamente con un profesional).




Como conclusión, aún es pronto para prever y precisar los efectos a largo plazo en esta problemática, pero es evidente que aún necesita ser reconocida públicamente y valorada en toda su magnitud. Uno de los mayores obstáculos en su tratamiento y erradicación, es el irrefrenable pudor que sienten sus afectados. Si usted es víctima del cotilleo pasivo o conoce a alguien que lo padezca, no vacile a la hora de pedir o buscar ayuda. Tenga siempre presente que cuanto más se retrase su tratamiento, más difícil será compensar y reforzar los niveles de respeto y asertividad del paciente. Es importante, a su vez, resaltar el hecho de que esta alteración está aumentando en progresión geométrica, llegándose a formar, incluso, Clubs y sociedades de afectados del cotilleo pasivo. Entre sus lemas o gritos de guerra, destacan “la ignorancia es la felicidad” o “A mi plin, si no eres un Grimm”.

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dimanche 18 mars 2012

¡Yo he venido aquí a hablar de mi e-book!



Cada vez que un/a amig@ o conocid@ trata de que adivine qué le acaban de regalar (o qué se acaba de autoregalar), no muestro ningún atisbo de curiosidad. Sé que es un e-book. Durante los últimos meses, una ola de literatura digital está arrasando en mi microcosmos, de la misma forma que, hace casi dos décadas, lo hizo el “zapatófono móvil”.

Por algún motivo, tod@s creen que el invento puede interesarme. Será por su gran capacidad de almacenamiento de libros de todo tipo, idioma y condición. Será por que el e-book se ha declarado abanderado en la lucha contra la deforestación. Je ne sais pas. La cuestión es que, a pesar de sus innegables atributos, aún muestro por él la misma desconfianza y rencor que el carismático George Valentin ante la llegada del cine sonoro.

No sé cuanto de temor a no estar a la altura hay en mi tecnófoba actitud. Sería lógico pensar que todas las generaciones, por muy digitalizadas, adaptativas y jóvenes que se crean, tienen un talón de Aquiles tecnológico. Este talón puede presentarse en forma de anquilosamiento o de apego desmedido. Paul Auster confiesa (ante el estupor de todos los que tenemos inquietudes literarias), que sigue escribiendo con máquina de escribir. Algunos músicos y melómanos abominan del CD y se aferran al entrañable vinilo. Y es que es posible que siempre exista un invento al que se llega con mala disposición o demasiado tarde. ¿Y si, en el caso de muchos de nosotr@s, ese invento fuera el e-book?




Para mi un libro digital es una carcasa intercambiable, una escultura de humo, un objeto mágico al que le han robado el alma. No se puede oler ni acariciar y resulta frío e impersonal. Aunque, tal vez, lo que no soy capaz de perdonarle, es su evanescencia. Como dice (mejor) Jonathan Franzen “Una pantalla siempre da la sensación de que puede ser borrada y modificada. Cuando leo un libro trato con un objeto específico en un lugar y un tiempo concretos. El hecho de que cuando cojo el libro de la estantería es siempre el mismo es tranquilizador. El sentido de permanencia siempre ha formado parte de mi experiencia como lector".

Obviamente, nuestra forma de leer y de comunicarnos esta cambiando. Las redes sociales y los blogs, por ejemplo, nos han puesto como meta básica la novedad, la sorpresa y la inmediatez. Como compartidores, necesitamos actualizar e innovar compulsivamente para mantener la atención de los demás, mientras que, como lectores, nos aburrimos leyendo textos largos y complejos. Demandamos fast readings: algo cool que nos impacte y nos enganche instantáneamente, pero que, al mismo tiempo, tampoco nos haga reflexionar demasiado. Rechazamos progresivamente la complejidad, la profundidad y la capacidad de análisis.

Por todo esto y teniendo en cuenta, además, que la nueva cantera de escritores se ha nutrido y se nutre en internet, ¿matará el e-book la buena literatura durante los próximos años? ¿qué opinarían al respecto Hanta, el solitario rescatador de libros en Praga, su maravilloso “clon cinematográfico” Wall•E o el no menos inolvidable (y entrañable) Bastian Baltasar Bux?




Un imprescindible corto de oscar para tod@s l@s que, en alguna ocasión, han llorado porque se terminaba una historia, han escrito conmovidos en los márgenes de sus páginas favoritas o se han dormido abrazados a un libro.





Otro regalito en post ;)

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lundi 13 février 2012

6 horas en urgencias



Independientemente de las circunstancias que te hayan llevado hasta allí, si nunca has estado en urgencias y tu educación sentimental ha bebido, en gran parte, del cine y la TV, la desilusión está más que garantizada. En lugar de unas instalaciones sofisticadísimas llenas de atractivos médic@s y enfermer@s, corriendo espídicamente de acá para allá, mientras atienden un sinfín de casos, cada cual más complejo y extraño, te encuentras con un par de enfermeras y un grupo de desorientados jubilados, apiñados en una sala raquítica y mal iluminada que fue pintada por última vez en 1962.

En urgencias todo son esperas. Esperas para ser atendido y aún más para ser ingresado. Un apático celador es el encargado de llevar a los pacientes hasta “la McEvaluación”, una sala-pasillo presidida por una medico desarmantemente joven. Cuando pregunta por el problema, como “representante” del paciente, deseas contestar en plan “mujer, 54 años, presenta herida de bala en el abdomen acompañada de posible factura femoral y graves signos de hipotermia”, pero acabas reprimiendo el impostado mediqués. En breves segundos, unos datos son introducidos en un ordenador, y… más esperas.

Dos horas después, el pánico y angustia con la que llegaste se han multiplicado geométricamente y tu hipocondría galopante comienza a temer que el próximo paciente seas tú. Hay cambio de turno en enfermería y dos chicas aún más jóvenes suceden a las anteriores (¿es que nadie cumple los 30 en este sitio?). Intentas ocupar tu mente con cualquier cosa que te aleje del pesimismo y los dramones de las sobremesas de Antena 3, pero lo único que parece distraerte intermitentemente es el juego de la adivinanza macabra o intentar deducir la gravedad de las personas que te acompañan, basándote en las reacciones de sus acompañantes.




En el ecuador de tu espera, ves llegar gente con paraguas y recuerdas que sigue siendo de día. Las predicciones del tiempo anuncian una ola de frio siberiano, pero te sientes tan alejada del mundo exterior en aquel vientre de ballena, que te preguntas, masocamente, si alguna vez llegaras a salir de allí. Como Woody Allen en Hannah y sus hermanas, la realidad se redimensiona y descubres lo feliz que eras ayer, o el día en el que te rompiste la pierna o el corazón. Todas tus otras neurosis, mágicamente, se desinflan y tu energía mental se concentra en una sola.

Una hora más tarde, encerrada con aquel grupo de jubilados ligeramente groggies, no puedes evitar recordar cierta famosa escena de Star Wars en la que se reparan androides; tu hipervelocidad se dispara y, por unos instantes, viajas horrorizada al futuro, tu futuro. Y es que, tarde o temprano, tod@s necesitamos reparaciones más o menos complicadas, porque sólo somos máquinas que una vez fueron útiles, maquinas que se van desgastando y fallando a fuerza de uso.

Un guapo médico casi adolescente confirma un “solo sé que aún no sabemos nada” y, por un instante, te dan ganas de preguntarle, “¿y tú cuando acabaste la carrera, hermoso?”. Y mientras una cama se vacía 5 pisos más arriba, descubres, desencantada, que tu concepto de héroe, tal como lo conocías, ha cambiado. Un héroe no es aquel que se desvive por mejorar el mundo, o la vida de los demás, sino aquel que aguanta de una pieza en el que, posiblemente, sea el lugar más terrorífico del mundo sin repasar mentalmente los dramones de sobremesa y sin pulsar el (maldito) botón de hipervelocidad…

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