Antes
de la ahora internacional expresión suajili “Hakuna
matata”, Baloo le enseñaba un mantra similar a Mowgli en otro libro y otra
selva, algo más lejana en el tiempo y el espacio. Y si los habitantes
(supervivientes) de lugares tan inhóspitos insisten en darnos una lección a lo
“Robinson Crusoe”, rescatándonos de “los caníbales”, no tenemos motivos para
dudar de su sabiduría.
Sobrevivir
en una selva es una hazaña, pero vivir
realmente en ella es casi una utopía. “Busca
lo más vital” aseguraba el entrañable y perezoso plantígrado. Pero, ¿qué es
lo más vital? Posiblemente tener, sin excepción, y como diría Maslow, nuestras
necesidades más básicas cubiertas. Y, entre estas, la más primordial es la
fisiología. Una vez hidratad@s, alimentad@s, descansad@s y fuera de algún
amenazante peligro físico, podemos sentir la tangibilidad y certeza aplastante de
esa sensación de saciedad. No hay forma de llevarse a engaño: estamos a salvo.
Sin
embargo, cuando pasamos al siguiente escalón, la perspectiva cambia. Nos hemos
subido en la mesa del profesor Keating y vemos el mundo con algo menos de ansiedad
paralizante, pero también con nuevas e inquietantes certezas y matices. Sabemos
que lo más básico en este momento es sentirnos física y emocionalmente a salvo.
Y si tenemos un techo bajo el que descansar cada día, un sueldo, una salud
decente y una familia biológica y escogida contra la que ovillarnos, ¿podemos
asegurar con la misma aplastante certeza anterior que estamos realmente a salvo?
La
respuesta es sí y no. Porque no, nada garantiza objetiva y de forma perpetua
nuestra seguridad y en el fondo de nosotr@s mism@s somos conscientes de ello.
Vivimos sujet@s a un sinfín de (caprichosas) variables, siempre en movimiento,
que no somos capaces ni de prever ni de controlar. De un día para otro (y, en
ocasiones, sin que nos demos cuenta), podemos ser víctimas de algún accidente o
catástrofe, perder la salud, a un ser querido, nuestro trabajo o, incluso,
nuestro hogar. Nos movemos en un equilibro más precario y efímero del que
podemos sospechar y somos, en todo momento, tristes, esforzad@s y resignad@s
funambulistas.
Pero,
¿cuál es nuestra pértiga? ¿qué elemento evita que miremos hacia abajo,
tropecemos o nos caigamos? ¿qué nos insta a tomar impulso? Autoconvencernos,
irónica e ingenuamente, de que estamos a salvo y que todo marcha bien, habitando
así, ilusamente, en la muy transitada calle Autoengaño. Porque aunque sepamos (in)conscientemente
que esa edificación es tan ficticia y transitoria como los decorados y el
atrezzo que residen entre bambalinas, la necesitamos con urgencia para creer que
el show, nuestro show, debe continuar.
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