mardi 15 mars 2011

My japanese adventure





Dicen que aprender un idioma equivale a tener una nueva casa en otro lugar del mundo, ya que no aprendes sólo una lengua, sino que te sumerges poco a poco en las costumbres, valores, cultura e idiosincrasia del país en cuestión.
Si esta afirmación fuera cierta y el tamaño de la casa resultase directamente proporcional al nivel de conocimientos de dicho idioma, yo en Japón tendría una baldosa... en un cuarto de escobas. Y es que el japonés es una de esas lenguas capaces de derrotar y empujar al suicidio a Asterix, Obelix y a todos los habitantes de la pequeña aldea gala, aún después de haberse tomado la poción mágica.

Al principio empiezas motivadísimo y te divierten los anglicismos niponeados (reinkooto por raincoat, sokkusu por socks, seetaa por sweater) lo poético de algunos términos y las curiosas y cachondas coincidencias con el español (¡pan-ya significa panadería y “terebi o miru” ver la televisión!), pero poco a poco vas descubriendo que, a pesar de haberle dedicado considerablemente más tiempo y esfuerzo que a otros idiomas, no has aprendido ni la quinta parte. Este momento es clave y la mayoría de los alumnos, tiran la toalla. Otros, entre los que me encuentro, ni abandonamos ni nos ponemos las duracell, y simplemente mantenemos una relación intermitente de amor-odio con resultados bastante irregulares. Hasta que un día, de repente, te sorprendes entendiendo un mini letrero o descifrando un kanji en alguna película... y todo cambia.

Cada uno tiene una motivación distinta a la hora de estudiar japonés. Además de mi fascinación por la cultura nipona, a cierto nivel inconsciente, ingenuamente pensaba que si era capaz de dominar sus dos alfabetos y de memorizar una pequeña colección de kanjis, no habría nada que no pudiera hacer.
Supongo que estudio y estudiaré idiomas toda mi vida, porque es la mejor manera que conozco de mantenerme mentalmente en forma. Leer no es un reto lo suficientemente potente. Creo que no podemos olvidar que somos siempre estudiantes en algo. Las lenguas orientales como el japonés, el koreano o el chino, te obligan a “reiniciarte”, porque no sólo has de aprender a hablar, ¡sino que tienes que aprender a dibujar... digo a escribir!. No tienen palabras, tienen símbolos, por eso su arte destila poesía y su cine resulta tan visualmente poderoso.

Puede que me hubiese conmovido de la misma forma el drama que está viviendo Japón, si la triple tragedia hubiese sucedido en otro lugar del mundo. Es posible que también hubiera tenido pesadillas y una sensación de opresión constante en el pecho si hubiese ocurrido en Islandia, I don’t know. Sólo sé que durante estos 4 últimos días, no he podido escapar de mi pequeña y agrietada baldosa...





Nihon ganbatte kudasai

mardi 15 février 2011

La cazadora invisible




Dejadme que os cuente una historia.

Vivian Maier nació en Francia en 1926 pero se trasladó a Estados Unidos en la década de los 50. Aprendió inglés asistiendo al teatro y tras una breve estancia en NY, se mudó a Chicago donde ejercería de niñera durante gran parte de su vida.
Decían que tenía un carácter hosco y huidizo, que adoraba las películas extranjeras, y que, además de socialista y feminista, vestía como un hombre. Algunos sabían de su afición a la fotografía porque su cámara la acompañaba constantemente en sus paseos por la ciudad, pero el destino de esos carretes que compraba compulsivamente era un misterio: nunca enseñó ni una sola de sus fotografías a nadie.





Hacia el final de su vida, abrumada por las deudas, Maier sobrevivió gracias a la generosidad de las personas que cuidó. Ellas fueron quienes le compraron un apartamento y se ocuparon de ella, hasta su fallecimiento, en 2009.





Tras una subasta de antigüedades de un almacén, puestos en venta debido a los pagos atrasados de sus dueños, John Maloof encontró la increíble colección de más de 40.000 negativos escondidos en unos muebles, de los que alrededor de 15.000 seguían sin revelar. También halló un nombre, Vivian Maier, escrito con lápiz en los sobres de laboratorio.





El 21 de abril del 2009, un día antes del inicio de la búsqueda de su paradero, apareció en el diario Chicago Tribune el obituario de Maier que Maloof encontraría vía google tiempo después. Según ese texto vivía en Oak Park, un suburbio de la ciudad, y era "una segunda madre de John, Lane y Matthew". Después de contactar con el diario para saber quién lo había publicado, John Maloof llegó a una dirección que no existía, y un número de teléfono que estaba fuera de servicio. Tantas preguntas sin contestar lo instaron a crear un blog para difundir la obra de la que, probablemente, haya sido una de las miradas más incisivas de los años 50 y 60, Vivian Maier - Her Discovered Work





Hace una semana que conocí a Maier y sigo pensando que la suya es una de las historias más tristes que he leído en mucho tiempo. Es injusto morir sin saber que se es un artista o, peor aún, que esa condición la decidan los otros...




P.S. Gracias por descubrírmela, Winnie :)

dimanche 6 février 2011

Disonancia cognitiva




Afirmaciones del tipo “las parejas lésbicas son más felices que las heteros porque hay más ternura, comprensión y colaboración por parte de ambos integrantes de la pareja”, sólo pueden despertar incredulidad por parte de personas que, como yo, se consideran igualistas militantes. De hecho, mi primera reacción fue “Menuda estupidez, las personas son mucho más que géneros o identidades sexuales. Si cada uno de nosotros ya es un universo en sí mismo, la mezcla de dos casi siempre resulta impredecible. Además, sólo tras un estudio minucioso con bisexuales experimentados se podría afirmar algo así ".

Pero, inmediatamente, descubrí que cierta indignación extra había mantenido pulsado el resorte de la duda. Y recordé un consejo que un profesor nos repitió hasta la saciedad en la universidad: mantened siempre la mentalidad científica y considerad todas las opciones, incluso si van contra la lógica, vuestras ideas o prejuicios.
¿Será posible entonces, que, aquí y ahora, las parejas gays surgidas de la generación Barrio Sésamo, la que la precede y la que le viene detrás, con sus limitaciones, apatías, introyectos y desorientaciones masculinas varias, tengan alguna ventaja sobre las heterosexuales? ¿los no homosexuales nos estaremos perdiendo algo valioso, en alguna de las dimensiones parejiles, que con alguien del otro sexo jamás podríamos conocer?

Y cuando estaba a punto de hacer una de esas encuestas colectivas a los sufridos miembros de mi Breakfast Club, caí en la cuenta de que, en realidad, mis hipótesis iniciales seguían manteniéndose y que conocer la respuesta (si es que existía) carecía de importancia, porque lo que había hecho click iba más allá de la duda insatisfecha. Y es que, puede que no sepa mucho de homosexualidad, pero si sé lo que es formar parte de un colectivo minoritario bastante ninguneado en nuestra sociedad: el vegetariano.

¿Y qué carajo tendrá eso que ver?, os estaréis preguntando. Pues a que, una vez más, siempre que entren en juego opciones alternativas y/o minoritarias que nos planteen un “reajuste mental” (bien sean sexuales, filosóficas, culturales, políticas, etc) y que nos enfrenten a nuestro miedo al cambio, todo se reduce a esa lucha mental que en psicología toma el nombre de disonancia cognitiva. En este caso concreto, es la batalla entre una idea nueva contra una tragada pero no masticada, que, en la mayoría de los casos, asumimos con inercia y mansedumbre: la opción mayoritaria es la mejor con diferencia. Y es que, cuando formamos parte de la manada, nos sentimos tan seguros, cómodos y protegidos por esta reafirmación que encaja a la perfección con el mundo que conocemos, que no nos planteamos con objetividad las virtudes de otras alternativas menos populares (de hecho, en ocasiones, ni siquiera queremos oír hablar de ellas).

¿No será esa presunción acrítica, ese no subirse con frecuencia a otras mesas para ver desde diferentes ángulos, como diría el profesor “Oh captain, my captain!” Keating, lo que sí resulta una gran pérdida?.

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