Hace
no demasiado, en el hipermercado, me crucé con un tipo qué me intrigó
profundamente. Y a mi traicionero inconsciente solo acudió una pregunta desarmantemente
cruel: ¿de qué conozco a este señor?
Entonces lo recordé: era un tío del instituto, a lo sumo, un par de cursos
mayor que yo. ¿Señor?¿pero no habíamos
quedado en que esa era la palabra prohibida o la que solo se puede utilizar, en
sus formas femenina y masculina, aplicada a mayores de 70? ¿señor/a?¿es eso lo
primero que vas a pensar, a partir de ahora, cuando te cruces con gente “de tu
edad”?.
En
el extremo opuesto, el tío bueno oficial del instituto no acusa los típicos
síntomas de la cuarentena. Ni un atisbo de alopecia, canas, “dejadez burguesa”
o esos centímetros extra de grasa que se instalan alrededor de la cintura (y
que algunos casi excusan con ese eufemismo espantoso AKA “bariguilla cervecera”).
Tampoco se le ha ensanchado el rostro, víctima de la eterna y cruel vocación del
universo. Sin embargo, su constitución atlética sigue siendo igual de admirable
que cuando practicaba de todo en el instituto (George R.R. Martin podría
escribir los volúmenes que le faltan de su Canción
de hielo y fuego en el lienzo de su espalda). Ni siquiera empujando el
utensilio avejentador por excelencia: el carro de la compra, conseguía
contrarrestar una juvenil apariencia parapetada tras unas bermudas y un jersey
marineril. Observándolo, cualquiera podría confirmar que, la mayoría de las
veces, no solo se trata de buena genética. Hay gente que, simplemente, no está
dispuesta a abandonarse, a dejarse ir.
Por
lo que sí, la edad sigue siendo relativa. Antes, en la adolescencia y la
veintena, la cifra mágica era algo que se confesaba sin rubor, casi con
orgullo, en cualquier contexto (al conocer a alguien, al apuntarte a un curso,
al cruzarte con un familiar), como un rasgo que te definía. A los 30 y 40 no
solo no te define, sino que, de hecho, a veces, tienes que hacer un esfuerzo
para recordarla.
Si nuestra existencia se resumiera a través de las asignaturas
básicas de un curso eterno (vida social, vida emocional, vida romántica, vida
sexual, vida intelectual, vida laboral, vida familiar, creatividad,
satisfacción, felicidad, autorrealización, etc), nadie, o casi nadie, sacaría
un sobresaliente en todas y nos encontraríamos en primero de una, tercero de
otra y, con mucha suerte, en algún nivel casi proficiency. Por decirlo de otra
manera, conseguir una nota media alta en todas e instalarse en un nivel
superior es, más que complicado, una tarea titánica. Y es que somos un
revoltijo vital entre principiantes, amateurs y profesionales. ¿Desquiciante o
reconfortante idea?
Pero
volviendo al hottie del instituto, confieso que nunca fui de su club de fans.
Sin embargo, a veces, cuando me lo cruzo haciendo running o junto a su familia,
ejerciendo de padre ejemplar, me pregunto cuál será su “nota media” en ese
poliédrico curso de la existencia. Porque un notable o sobresaliente sería la
única definición de éxito que debería importarnos, la única susceptible de
envejecer, ajarse o resultar inalcanzable, si un@ se autoboicotea, o se deja
llevar por la devastadora inercia del paso del tiempo.
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