dimanche 24 juillet 2011

Renovar el DNI




Sólo hay algo que da más yuyu que renovar el DNI: hacerlo cuando lo tienes vergonzosa e inexcusablemente caducado. Sin embargo, en una pirueta optimista, queda la opción de plantearse este engorroso e ineludible tramite como una nueva oportunidad de que tu foto oficial no te impulse a cavar frenéticamente un túnel hasta Australia cada vez que se presente la funesta ocasión de mostrarla.

El hecho de que haya que pedir cita anticipada ofrece buenas perspectivas. Nada de colas interminables bajo un solazo implacable de verano, pensé ingenuamente. Sin embargo, tras llegar con puntualidad suiza al “Renovator Center” y dejar tras de mi una larga fila de forzados lagartijos, lo último que imaginaba era que un policía de mediana edad con el animo tan arrugado como su camisa, me fuera a entregar un papelito que sentenciaba “hay 38 personas delante de ti”.

Sintiéndome la persona más estafada de la tierra y maldiciendo, una vez más, el Spain is still different, lamenté profundamente no haberme llevado la novela que estaba leyendo y me transformé, muy a mi pesar, en una lagartija más. 40 minutos de insolación más tarde, en los que había sido testigo muda de diálogos tan surrealistas como “tengo cincuentaytantos y me voy a cambiar el nombre”, “¿Ah, si? Yo soy aún mayor, pero también quiero. ¿Cómo es Jose Antonio en euskera?”, la decena en la que me encontraba fue llamada... a la salita de espera tamaño chihuahua que tenían habilitada para tal ocasión.

No sé si presa del calor o del desconcierto ante el “¿cómo puede alguien esperar más de la mitad de su vida para rebautizarse?”, ocupé finalmente el asiento de honor en una especie de nube psicotrópica.
Me atendió un tipo de unos 30 años con la misma dentadura que David Guapo. Decidí sacar mi vena simpática, en parte porque odio los incómodos silencios aún más que Mia Wallace, y también porque pensé que atenuaría la intensidad de la bronca que me podía caer por mi tardanza. Mala idea. El Guapo lo interpretó como un intento sutil pero evidente de coqueteo, e instantáneamente empezó a adoptar ese desgastado rol que irrita más que un pedante en un ascensor: el graciosillo.

Confieso que en este punto del proceso yo aún tenía la débil pero cándida esperanza de no volver aparecer en mi DNI con cara de calamar, pero entonces ocurrió. Tras escanearla, el tipo tuvo la delicadeza de mostrarme mi nueva foto junto con la del DNI anterior y de mascullar “¿esta eres tú?” entre tourettianas convulsiones de descojono reprimido. En ese momento, sintiendo como el caoba del pelo se extendía al resto de mi piel, contesté: sí, soy yo. Y sólo me faltó añadir “nunca pensé que lo diría, pero prefiero el calamar a este híbrido entre trol y narcotraficante setentera”.

Minutos después, mientras el chico contraatacaba mi zuckerberiano argumento de “ya existe la tecnología necesaria para que podamos hacer este engorro vía internet”, me plantó un rotulador tamaño godzilla y, exhibiendo su sonrisa picassiana, me instó: ¡firma!. Como, a esas alturas, yo ya había asumido, a lo héroe de novela distópica, que esto de los nuevos cambios DNIles era una burda y asquerosa conspiración para mantenernos sumisos y paralizados por la vergüenza, casi disfruté del garabato de niña de 7 años y medio que me aparecerá por firma durante los próximos 10 años.

“¿Quieres quedarte con el viejo?” preguntó el empleado ligón en un tono entre sibilino y dulzón. “Sí, quiero” respondí firme. No iba a darle la satisfacción de entregarse al que, posiblemente, era su mayor placer como renovator: jugar al “a ver quién encuentra la foto más espantosa”, en una despiadada efervescencia alcohojil, junto al resto de sus compañeros.

Cuando, una hora después de mi supuesta cita, recuperé mi libertad, sólo había dudas en mi cabeza: ¿será cierto eso de que los DNIs ni se crean ni se destruyen y sólo se transforman?¿acaso, por mucho que lo intentemos, la foto de la vergüenza vuelve a nosotros una y otra vez? Entonces lo vi claro: la única solución para librarme del calamar (y de todos los que le sobreviniesen) sería viajar a Gondor y arrojarlo a las llamas del monte del destino.
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